lunes, 19 de septiembre de 2011

Estaba harapiento, el sombrero peor que nunca, y los zapatos destrozados.


Había llovido toda la noche y todo el día y toda la noche y toda la luz de ese día que apenas empezaba. Se asomó por la ventana de la cocina, la pequeña vio como todo su casi jardín era ahora lodo. Maldita sea- musitó-  a eso vine aquí- enojado buscó sus zapatos que ya no eran zapatos sin plastas de lodo. Lodo aún húmedo de la noche anterior. Los aventó contra la pared casi al tiempo que los recogía del suelo. Siguió lentamente la trayectoria del zapato, vio como cada uno de los trozos de lodo que se desprendían y volaban junto con ellos hasta chocar con la pared y caer a un lado del sillón. Ahí detuvo la mirada. Se encontró con su sombrero, ese sombrero de copa que alguna vez había portado con finura y elegancia. Miró con enorme tristeza el sombrero y de a poco su mirada se ocupaba en el mismo. Se encontró descalzo con los pies friísimo. Miró su pantalón, su camisa, sus manos, sus líneas, sus huellas. Hacía tanto tiempo que no era él, hacia tanto tiempo que no sabía quién era él, hacía tanto tiempo que no se encontraba en él, pero tenía fe y los labios secos que importaba ya, la luna y los transeúntes que se asustaban frete a la posibilidad de seguir solos para siempre, lo único importante ahora eran sus nombres enredándose entre sus labios y sus sueños. Sólo una vez más. Frente a frente, dándole la espalda a un destino impuesto y falso.

–Por esta vez nos perderemos juntos.
-Por esta vez seremos libres.
-Nuestros corazones serán como ayer un par de pájaros enamorados.
El reloj avanzó discreto sobre su amor, madurando sus alas, elevando sus deseos
-Volver, siempre volver.

Eso es lo único importante lo demás está de más. Todo esto conversaron sus silencios, todo esto se dijeron con los ojos y la piel. Una taza de café era lo que estaba como una medida temporarl deteniendo un beso, que se suspendía entre ambos como una flor sobre un espejo de agu. Un beso y algo más. Saudade de los días y las noches sin su amor.
Por qué sin su amor, nada tenía sentido, el viento era viento la piedra era una puta piedra, el sol causaba comezón. Todo era una mierda. Sonrío por la empedrada calle junto al río hasta encontrar una cabina telefónica abrió la portezuela, se metió, levantó la bocina, y empezó a maldecir como nunca en su vida, gritaba maldiciones muchas, de pronto los gritos se hicieron inentendibles, lloró y se desvaneció en aquella cabina.

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