domingo, 18 de septiembre de 2011

EJERCICIO 3: Un cadáver exquisito.

Ejercicio 3: Cadáver Exquisito

Cadáver exquisito es una técnica por medio de la cual se ensamblan colectivamente un conjunto de palabras o imágenes; el resultado es conocido como un cadáver exquisito o cadavre exquis en francés. Es una técnica usada por los surrealistas en 1925, y se basa en un viejo juego de mesa llamado "consecuencias" en el cual los jugadores escribían por turno en una hoja de papel, la doblaban para cubrir parte de la escritura, y después la pasaban al siguiente jugador para otra colaboración.
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Instrucciones:

• Cada participante tendrá 15 minutos para desarrollar una historia a partir de una sentencia dada previamente (tomadas al azar del texto que se cita al final en este documento).

• Concluidos los 15 minutos, cada participante deberá detenerse y pasar lo que hasta ese momento haya sido redactado al participante que se encuentre a su derecha.

• Una vez recibida la primera parte de la redacción, se deberá leer el último renglón de la misma y continuar desarrollando la historia a partir de ahí, para esto se contarán con otros 15 minutos.

• La dinámica se desarrollará de manera sucesiva hasta que todos los participantes hayan colaborado en las tres historias.

• Al final se leerán las historias desarrolladas y se discutirá sobre las mismas (para facilitar la lectura, dividimos los textos por colores de acuerdo al contribuyente, La Chargoy: naranja, Yhindra: Purpura, Rich Montero: Marrón. 


LAS PINZAS
Un mendigo de pelo cano, bigote espeso y panza de bon vivant vino a mi casa a pedir un taco. Como el día anterior habíamos tenido fiesta y habían sobrado veinte medias noches bastante feas, fui a la cocina, las puse en una bolsa de papel y se las di. El mendigo gordo se quitó el sombrero destartalado, hizo una ligera reverencia, dio las gracias y se fue.
Poco después, subí al segundo piso y por la ventana lo vi; estaba sentado en un montículo de cascajo sacando de la bolsa las medias noches y acomodándolas en hileras sobre el periódico, que le servía de mantel. Frente a él, en cuclillas, estaba un trapero, contemplando la comida con una mano en la quijada. Cuando el gordo le hizo una seña de invitación, el trapero cogió una medianoche y empezó a comérsela; el gordo cogió otra e hizo lo mismo. En ese momento apareció un tercer personaje: una mujer que andaba entre el matorral recogiendo varas secas para hacer leña. Era una vieja que en sus tiempos debió ser guapa. El gordo tomó una medianoche y se la ofreció; ella dejó la leña en el suelo y se sentó a comer junto a ellos.
Cuando llegaron los primeros fríos del invierno, vino el gordo a mi casa y me dijo:
—¿No tendría una cobijita vieja que me regalara? Porque nomás tengo esto para ponerme encima —me señaló el suéter roto que traía puesto.
Yo no tenía cobija, pero le di una camisa desteñida, un saco lustroso, unos pantalones luidos y unos zapatos que eran tan duros que nunca me los pude poner.
El gordo se quitó el sombrero destartalado, hizo una ligera reverencia, me dio las gracias y se fue. Desde ese día, siempre que venía a mi casa se ponía los zapatos que le di. Si esto fue un tormento para él, se vengó con creces, porque tomó la costumbre de venir una vez a la semana, a las siete de la mañana. Yo le daba dos, tres, hasta cinco pesos, según el humor de que estuviera y el estado de mis finanzas. A veces, le decía:
—Ahora sí me agarró muy pobre.
—¡Cuánto lo siento, patrón! Pero no desespere, que Dios no falta.
Y se iba después de consolarme.
Un día lo vi, por la ventana, bajarse los pantalones que habían sido míos, y hacer el amor entre el matorral con la vieja de la leña. Otro día lo vi pasear afuera de una obra que estaba frente a mi casa y, en un momento en que los albañiles se descuidaron, robarse unas pinzas que estaban en el suelo. Se las echó en la bolsa, cruzó la calle y llamó a la puerta de mi casa. Cuando le abrí, sacó las pinzas de la bolsa y me las ofreció.
—Patrón, permítame que le haga un regalito.
El truco me conmovió tanto, que le di cinco pesos y guardé las pinzas, que todavía conservo. Son muy útiles.
Otro día, se empeñó en regalarme un anillo espantoso y tuve que darle diez pesos para que se lo llevara sin irse ofendido; otro, me trajo una moneda de veinticinco centavos de dólar.
—¿Cuánto valdrá esta moneda? —me preguntó.
—Tres pesos.
—Se la regalo.
Tuve que regalarle cinco pesos.
Otro día trajo unos camotes en una bolsa.
—Son de lirio, patrón. Del fino.
Le di diez pesos y planté los camotes, que nunca brotaron.
Un día me dijo, con mucho misterio.
—Usted no está para saberlo, patrón, pero tengo una grave urgencia. ¿Puede prestarme veinte pesos?
Se los presté. El día en que había prometido devolverlos, se presentó con doce pesos nada más.
—Patrón, no pude acabalarle los veinte pesos, pero aquí le traigo doce, para que vea que la voluntad no me falta.
No se los acepté y le perdoné la deuda.
A la siguiente vez que vino, me dijo:
—Patrón, usted no está para saberlo, pero tengo a la mujer muy enferma. ¿Puede usted prestarme cincuenta pesos?
—Bueno, pero me los pagas.
No volvió por un tiempo. Por fin se presentó.
—Patrón, no he tenido dinero para devolverle sus centavos. ¿Puede prestarme otros cincuenta pesos?
—No.
Me había cansado de darle dinero y de que me hiciera levantarme a las siete de la mañana. Cuando le dije que no, él me miró estupefacto.
—Pero si usted no me ayuda, ¿quién va a ayudarme?
—No sé —le dije y cerré la puerta.
Regresó a los pocos días.
—Ahora no hay nada —le dije.
Esa vez, lloró.
Hizo otros dos intentos y después, desapareció. Cuando desapareció, me arrepentí de haberlo tratado mal.
Años después, cuando estaba yo viviendo en otra parte del país y venía a México solamente los fines de semana, me dijeron en mi casa:
—Vino el gordo, muy derrotado, y dijo que si no podrías regalarle algo de ropa.
Le preparé un ajuar. Un saco, tres camisas, dos pantalones y un par de zapatos. Pero el tiempo pasó, el gordo no
regresó, mi madre se impacientó y le regaló la ropa al jardinero.

Una mañana, cuando regresé a México, estaba profundamente dormido cuando alguien tocó el timbre; eran las siete de la mañana. Era el gordo que venía por su ajuar.
—¿Por qué no vino antes? Ya le dieron el tambache a otro.
—He estado muy enfermo —me dijo.
Estaba harapiento, el sombrero, peor que nunca, y los zapatos destrozados. Le di veinte pesos.
—Necesito ropa, patrón —me dijo mientras se los guardaba.
Le dije que regresara en una semana, a ver si mientras le conseguía algo. Se despidió como siempre, quitándose el sombrero e inclinándose ligeramente. Se fue caminando muy despacito y nunca volvió.

La ley de Herodes/Jorge Ibargüengoitia. México: Joaquín Mortiz, 1994.- 144 p. (Obras de Jorge Ibargüengoitia). Cuentos mexicanos. 1 t.

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